Según las creencias populares, existen por lo menos dos formas de invocar encantamientos que dependen completamente del hechicero, específicamente de su cuerpo o de su voz: los conjuros y los pases mágicos. El resto de la magia exigiría varitas especiales, demonios familiares, ingredientes repugnantes o polvillo de seres ilusorios.

En los ademanes mágicos, el cuerpo es quien teje las hebras de la maravilla, en su flujo brota el encantamiento. Puede suceder que mientras esperamos ansiosos la magia nos perdemos la belleza sutil que reside en el movimiento. Algo similar pasa son el conjuro, esperamos el hechizo y dejamos que las palabras se escurran veloces. Atentos al encantamiento, dejamos que la poesía pase desapercibida. Esto nos pasa porque ambos recursos se han vuelto el artificio de los ilusionistas y cualquier hombre de este siglo no se deja influenciar por ardides comunes.

Por eso es hermoso ver a Luisa sobre un escenario. No importa que su vehículo sea el cuerpo o la lengua, la danza o la palabra, uno está pendiente de sus movimientos, de su voz, sin esperar lo que viene porque la magia está sucediendo en el mismo instante. Mientras Luisa baila el mundo parece concentrarse en el momento, el transcurrir del tiempo fluye a través de su cuerpo y ahí está el hechizo. Su voz anima a las palabras y mientras flotan en el aire vibra el sortilegio.

A veces pienso que es Luisa, la niña palabra, la forma que tiene la magia de presentarse ante nosotros. La sencillez es su traje de incógnito, la humildad es su identidad secreta. Ante la expectativa de la magia nos perdemos la sonrisa pura de la magia.

Quizá parezca una exageración, quizá soy víctima de la maldición de Degas y también vivo enamorado de mi bailarina. Yo mismo doy fe de mi locura, pero dejo en una respuesta mi credibilidad: ¿Acaso Luisa, su danza y su poesía, no son encantadoras?

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